"¿Y cómo llamarás al pequeño bastardo?", preguntó rudamente la matrona de severo rostro, mientras se volvía para levantar su bolsa.
No esperando respuesta de la estoica muchacha inmigrante alemana, salió malhumorada, dejando esa pregunta hostil resonando en la habitación.
Katie apretó contra sí su pequeño bebé, cubriendo su rostro con la mantilla. "¿Cómo puedo protegerte de la gente mala?", murmuraba.
El muchacho me arrebató los zapatos, con su rifle colgando del hombro. “Bonitos”, comentó, pasando la mano sobre el cuero lustrado antes de introducirlos en una vieja bolsa.
Me senté pasmado, sin protestar; un estudiante universitario de Rwanda vestido de suéter y jeans, en medias.
Estaba rodeado por un ejército de la milicia que me separaba de la frontera.
— Me podría dar un Antiguo Testamento?
—Haré lo posible por conseguirte uno —me contestó el pastor anglicano—, pero el Antiguo Testamento no viene solo.
"Se lo consigue junto con el Nuevo Testamento."
Yo no quería ni tocar el Nuevo Testamento. Ese era el libro de los cristianos, los atormentadores de los judíos a través de la historia. ¡A los judíos como yo!
“Dice el Señor:… ‘Así será la palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié’” (Isaías 55:10, 11).
Ingresé en la Iglesia en febrero de 1982. Tres meses más tarde completé la carrera de medicina y comencé a trabajar. Cuando fui bautizada en la iglesia de La Aurora, en la ciudad de Santa Fe, Argentina, los miembros me obsequiaron una pequeña Biblia, acaso el mejor regalo que alguna vez haya recibido.
Al ir al trabajo, siempre la llevaba conmigo.
Elaine Kennedy, Científica y Geóloga es una de las defensoras más importantes del creacionismo. Este es su testimonio.
Tenía siete años de edad. Desde mi cama, en un dormitorio oscuro, oraba a Dios, pero sentía que mis oraciones rebotaban del cielo raso y me golpeaban el rostro. Dios no estaba conmigo, en mi corazón, y había un gran vacío oscuro entre nosotros.
El terror que se escurría de mi corazón empapaba cada hueso de mi cuerpo y sentí que debía correr hacia la luz, hacia la seguridad de la presencia de mis padres en la sala.
Me lancé al piso y me aferré a las rodillas de mi madre y clamé: “¡Mamá, mamá, algo terrible está ocurriendo! He estado orando a Dios pero él no me escucha y yo sé que es por mi culpa”.
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